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I+D+i=suma equivocada

I+D+i

El tratamiento de la innovación como otro sumando más a la I+D tiene relevancia para la política económica. Resulta asombroso contemplar la persistencia con las que algunas expresiones acuñadas por los políticos se imponen, allende cualquier lógica, en el lenguaje común. Tal es el caso de la tan coreada “I+D+i” —siglas de Investigación más Desarrollo más innovación—, locución que ha cuajado no ya entre los políticos, sino en el propio ámbito académico y científico. De modo que, en la reciente celebración de la VII Conferencia del Programa de Investigación e Innovación de la Unión Europea en España “Horizonte 2020”, S.A.R. el Príncipe de Asturias comenzó su discurso inaugural afirmando que “todos tenemos muy claras cuáles son las cualidades de la I+D+i, imprescindibles para el desarrollo de cualquier sociedad en un mundo globalizado y altamente competitivo”. Las siguientes intervenciones —todas ellas a cargo de especialistas en la materia—, continuaron alternando los términos “I+D” e “I+D+i” sin que se evidenciara un criterio claro a la hora de optar por una u otra expresión.

¿A qué se debe este arbitrario empleo de la i minúscula como apéndice a la I+D? Pues no deja de llamar la atención que España sea la única nación desarrollada en la que se añade a la Innovación y Desarrollo la “i” de innovación, en tanto que en el mundo anglosajón y de habla germana se bastan respectivamente con la R&D (Research and Development), o F&E (Forschung und Entwicklung) sin más, lo que no es óbice a que estos países se sitúen muy por delante de España en la clasificación del Índice Global de Innovación.

Para explicar esta particularidad española, es necesario recordar la génesis de la expresión, debida a una iniciativa del Ministerio de Ciencia y Tecnología en tiempos del presidente Aznar, destinada a engrosar la partida presupuestaria correspondiente al gasto en I+D, de manera que —con idéntico desembolso real—, su valor se aproximara más al recomendado por la Unión Europea. Básicamente, el artificio contable consistió en sumar a la I+D algunas partidas que, de acuerdo con las estrictas definiciones de la OCDE, no tenían cabida en este concepto, pero sí en el de innovación. De esta forma, España comparaba repentinamente su “gasto en I+D+i con respecto al PIB” con el “gasto en I+D con respecto al PIB” —a secas— de los restantes países de la Unión Europea, mejorando así significativamente su posición relativa en este fundamental indicador económico. Tal estrategia —tratar la innovación no como resultado del proceso de I+D sino como un insumo del mismo— indudablemente cumplió su propósito inmediato; ahora bien, lo que resulta irritante, es que desde entonces este sutil ardid se haya mantenido —impasible a los sucesivos cambios de gobierno— hasta acabar consolidándose e institucionalizándose, como lo demuestra el hecho de que, a fecha de hoy, incluso la correspondiente Secretaría de Estado se denomine “de I+D+i”.

Aunque a primera vista el tratamiento de la innovación como otro sumando más a la I+D, pudiera parecer intrascendente, tiene no obstante singular relevancia de cara al diseño de la política económica. Sin entrar en detalles técnicos ni aportar avales estadísticos —por otra parte fácilmente accesibles para el lector interesado—, baste señalar que esta errónea suma I+D+i viene a enmascarar uno de los más alarmantes problemas del sistema español de innovación, a saber, la casi absoluta desvinculación entre I+D e innovación. Dicho en otros términos: la crítica desarticulación del sistema a la hora de transformar los avances científicos y desarrollos tecnológicos en productos comercializables.

Y es que uno de los grandes retos pendientes de la economía española, radica precisamente en conseguir que la Investigación y Desarrollo se transformen, en el mayor grado posible, en innovaciones. Abandonemos, pues, la expresión I+D+i —cuyo error conceptual no hace sino confundir a quien la lee— y reemplacémosla por la ecuación I+D=i, que venga así a plasmar nítidamente, el que debe ser el objetivo último de toda política tecnológica: la máxima interacción entre ciencia básica y aplicada, verbigracia, entre I+D e innovación. Esta interrelación fue explicada hace algunos años con sorprendente —por sencilla— precisión por el entonces Primer Ministro finlandés Esko Aho —cuyo país se sitúa entre las naciones punteras en materia de innovación tecnológica—, al indicar que “investigar es invertir dinero para obtener conocimiento; innovar es invertir conocimiento para obtener dinero”.

En este sentido, la alternativa I+D=i puede resultar un sencillo pero simbólico paso. Pues aunque es verdad que sustituir los términos no conlleva automáticamente una alteración de las pautas adquiridas, y que el sistema español de innovación requiere además de otros numerosos reajustes y mejoras en sus mecanismos de articulación, no es menos cierto que, en tanto que tratemos de resolver una ecuación partiendo de supuestos erróneos, difícilmente hallaremos la solución correcta salvo como fruto del azar. Y la innovación resulta un factor demasiado crucial en el crecimiento económico como para dejarla en manos de la casualidad.

*Thomas Baumert es profesor de Economía Aplicada

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